Lunes, 16 de septiembre de 2024
Semana 24ª durante el año
Memoria obligatoria – Rojo
1 Corintios 11, 17-26. 33 / Lucas 7, 1-10
Salmo responsorial Sal 39, 7-10. 17
R/. “¡Proclamen la muerte del Señor, hasta que vuelva!”
Santoral:
San Cornelio y Cipriano, Santa Edith,
Santa Ludmila, Beatos Juan Bautista
y Jacinto de los Ángeles
Los caminos del Señor
Tener la seguridad de que los caminos
del Señor no son los nuestros, pero sí
que son los mejores, es una afirmación
y una gracia de Dios poder aceptarla.
Es confiar abnegadamente en su infinita
providencia, pues humanamente hablando,
en el momento de dificultad es probable
que preguntemos: ¿por qué?,
pero si nos preguntamos: ¿para qué?,
entonces cambia la respuesta.
Todo lleva un recorrido, en el que renacer
a una vida interior nueva, dejando de lado
convicciones que no nos ayudan a crecer,
cambiándolas por principios que nos fortalecen,
sin duda que en este camino nuevo aparecerá
el Señor, sanará nuestras heridas, nos subirá
sobre sus hombros y nos llevará a una vida
más plena.
El secreto está en que nos entreguemos
a Él como un niño en los brazos de su madre.
Y hablando de la madre, no tengamos duda
de que María, que en su infinita bondad
se entregó a los designios de Dios para que
nuestro Salvador llegara a este mundo
y redimiera nuestros pecados,
será nuestra compañera de camino.
Yo un día de mucho dolor en mi vida me pregunté,
sin conocer a Dios, ¿para qué, Señor, este momento?
y desde hace doce años no me separo de su lado.
.
Adoración
Perpetua Online
Liturgia – Lecturas del día
Lunes, 16 de septiembre de 2024
Si hay divisiones entre ustedes,
lo que menos hacen es comer la Cena del Señor
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo
a los cristianos de Corinto
11, 17-26. 33
Hermanos:
No puedo felicitarlos por sus reuniones, que en lugar de beneficiarlos los
perjudican. Ante todo, porque he oído decir que cuando celebran sus
asambleas, hay divisiones entre ustedes, y en parte lo creo. Sin embargo, es
preciso que se formen partidos entre ustedes, para que se pongan de manifiesto
los que tienen verdadera virtud.
Cuando se reúnen, lo que menos hacen es comer la Cena del Señor,
porque apenas se sientan a la mesa, cada uno se apresura a comer su propia
comida, y mientras uno pasa hambre, el otro se embriaga. ¿Acaso no tienen sus
casas para comer y beber? ¿O tan poco aprecio tienen a la Iglesia de Dios, que
quieren hacer pasar vergüenza a los que no tienen nada? ¿Qué les diré? ¿Los
voy a alabar? En esto, no puedo alabarlos.
Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El
Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y
dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria
mía». De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta
copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban,
háganlo en memoria mía». Y así, siempre que coman este pan y beban esta
copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que Él vuelva.
Así, hermanos, cuando se reúnan para participar de la Cena, espérense
unos a otros.
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL 39, 7-10. 17
R. ¡Proclamen la muerte del Señor, hasta que vuelva!
Tú no quisiste víctima ni oblación;
pero me diste un oído atento;
no pediste holocaustos ni sacrificios,
entonces dije: «Aquí estoy». R.
«En el libro de la Ley está escrito
lo que tengo que hacer:
yo amo, Dios mío, tu voluntad,
y tu ley está en mi corazón». R.
Proclamé gozosamente tu justicia
en la gran asamblea;
no, no mantuve cerrados mis labios,
Tú lo sabes, Señor. R.
Que se alegren y se regocijen en ti
todos los que te buscan,
y digan siempre los que desean tu victoria:
«¡Qué grande es el Señor!» R.
EVANGELIO
Ni siquiera en Israel encontré una fe semejante
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
7, 1-10
Jesús entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que tenía un sirviente
enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de
Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a sanar a su
servidor.
Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole:
«Él merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha
construido la sinagoga».
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le
mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de
que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte
personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo
-que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes-
cuando digo a uno: “Ve”, él va; y a otro: “Ven”, él viene; y cuando digo a mi
sirviente: “¡Tienes que hacer esto!”, él lo hace».
Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que
lo seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta
fe».
Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente
completamente sano.
Palabra del Señor.
Reflexión
1Cor. 11, 17-26. El esquema de la celebración de la Eucaristía, llamada al
principio “la Cena del Señor” ya no se tiene en la forma como hoy nos lo narra
esta lectura. Sin embargo hay algo demasiado importante en lo que debemos
reflexionar: nuestra Eucaristía no puede ser una celebración cerrada, de tal
forma que queramos disfrutar del pan de vida olvidando la comunión fraterna, no
sólo con los nuestros sino con toda la comunidad de fe. Otra cosa que hemos de
meditar es el contemplar cómo a nuestra eucaristía acudimos gentes de todas
las condiciones sociales. Algunos hartos de todo, gracias a una condición
económica desahogada; otros, faltos de todo a causa de su pobreza. Algunos
sufriendo graves injusticias, y otros que son los autores de las mismas. El Señor
nos invita a celebrar la Eucaristía no sólo como un rito, sino como una vida que
se recibe para que tengamos Vida y podamos darla también a los demás. Lo
que nosotros hemos recibido del Señor es lo mismo que hemos de transmitir y
entregar a los demás: Nuestro cuerpo que se entrega por ellos, incluyendo en
ello todas nuestras obras de caridad y de justicia social, para que todos lleguen
a disfrutar de una vida cada vez más digna. Y nuestra sangre que se derrama
para el perdón de los pecados, por unirse al sacrificio de Cristo en la cruz. En
esa entrega se incluyen nuestras tareas misioneras para que a todos llegue el
Evangelio, el perdón, la gracia y la vida que nosotros hemos recibido, no para
reservarnos esos dones, sino para entregarlos a los demás, para que también
ellos lleguen a ser hijos de Dios. ¿Será esta la forma en que estamos
celebrando nuestra Eucaristía?
Sal. 40 (39). Una Eucaristía convertida sólo en un acto de culto,
desencarnada de la realidad, no puede llamarse, con lealtad un auténtico signo
de fe. Junto con la ofrenda debe ir toda nuestra vida con todo nuestro ser,
envuelto en la fe que nos hacen ser uno con Cristo. Unidos a Él hemos de
caminar en la fidelidad a la voluntad salvadora de Dios. Y esa Voluntad divina no
se limita sólo a liberarnos de nuestras esclavitudes al pecado, y a llevarnos
sanos y salvos a su Reino celestial. Esa Voluntad divina nos involucra en el
trabajo ardiente y constante para hacer llegar el Evangelio de la gracia a la
humanidad entera, hasta lograr lo que Dios quiere: que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. ¿Hasta dónde llega nuestra
Eucaristía? ¿Cuál es nuestra entrega a favor del bien y de la salvación de los
demás?
Lc. 7, 1-10. Podríamos preguntarnos ¿quién, o quienes se encargarían de
meter en la cabeza del oficial Romano todas esas ideas de la santidad
reservada sólo a los judíos, que le impidió acercarse personalmente a Jesús y
de recibirlo en su casa? Sus amigos, los ancianos de los judíos, hablarán por él
ha Jesús. ¿No serían los mismos que construyeron las barreras entre Jesús y el
oficial romano? ¿No serían los mismos que urgieron a ese oficial a impedir que
un judío enterara en la casa de un gentil? A pesar de lo universal de la Iglesia,
nosotros mismos, además de la vivencia personal de la fe, pues ésta es una
respuesta que cada uno da al Señor, sabiendo que la fe se vive en comunidad,
podríamos propiciar el vivirla en grupos totalmente cerrados alegando una y mil
razones, que más que manifestar la universalidad de nuestra fe, nos
manifestarían ante los demás como una Iglesia convertida en un grupo cerrado
de iniciados al que, cuando algún “despistado” se adhiriera, causaría
incomodidad entre los presentes y se le invitarían a retirarse, en lugar de ganarlo
también para Cristo, recibiéndolo como hermano. Ojalá y todos aprendamos a
dar una respuesta comprometida en la fe al Señor que nos dice: “Ven” para qué
estemos con El, y nos dejemos instruir con sus palabras y con su ejemplo, de tal
forma que después le obedezcamos cuando nos dice “Ve” y vayamos a anunciar
a los demás el Evangelio de la gracia que se nos ha confiado; anuncio que debe
ir más allá de la proclamación hecha con los labios, pues el Señor mismo nos
dice: “Haz esto”, y ojalá realmente lo hagamos para que no sólo seamos
predicadores, sino testigos del Evangelio.
El Señor nos reúne en esta celebración Eucarística. A nadie cierra Él las
puertas. Tampoco nosotros podemos hacerlo. Venimos como fieles discípulos
suyos a aprender a caminar por el camino en nos conduce al encuentro y
posesión definitiva de la Vida de nuestro Dios y Padre. Queremos aprender a
vivir en el amor fiel; amor fiel que nos impide cerrar los ojos ante la problemática
que aqueja a muchos sectores de nuestra sociedad; amor fiel que nos hace
sensibles al dolor y al sufrimiento de muchos hermanos nuestros; amor fiel que
no nos hace espectadores del Misterio Pascual de Cristo, sino que, junto con El,
nos convierte en una ofrenda agradable a Dios, y que nos lleva a hacer nuestra
la entrega del Señor de la Iglesia, estando totalmente dispuestos a entregarlo
todo por el bien del nuestros hermanos, llegando, incluso si es necesario, a
derramar nuestra sangre para que sus pecados sean perdonados, y lleguen a
disfrutar de la Vida eterna.
Roguémosle a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, que nos conceda la gracia de saberlo amar como a nuestro Padre, y de
saber amar a nuestro prójimo como a hermano nuestro, preocupándonos de
hacerle el bien en todo aquello que nos sea posible. Amén.